¡Chile despertó! o la universidad amanece dormida
Escribo este texto como respuesta a las preguntas que a menudo me hacen mis estudiantes de arquitectura sobre las posibles participaciones de la universidad y las escuelas de arquitectura en los asuntos del presente y, de modo particular, en esta crisis de legitimidad que está sufriendo el estado chileno.
Enrique Nieto / enrique.nieto@ua.es / 22.11.19 / Asamblea abierta en USM / Revisado enero 2021
Fotografía miniatura: Nicolás Valencia
Me gustaría recalcar primeramente que en lugar de crisis, que ya impone el punto de vista del que gobierna, podríamos llamarle despertares del pueblo chileno, en sintonía con uno de los tropos más recurrentes que estamos viviendo estos días. Por lo demás, me voy a aproximar a un esbozo de respuesta desde el recurso a tres interioridades que operan en tres escalas diferentes en la universidad y que, a mi juicio, se constituyen en tres escenarios para la resistencia y para la colaboración activa con las marchas de la ciudadanía. Me interesan las interioridades, lo que constituye nuestros cuerpos propios, para así permanecer en el problema (Haraway), para no huir, para no “echar balones fuera” y responsabilizar a otros de lo mal que estamos. Por tanto, decir también que escribo estas lineas desde un cuerpo que habita la institución universitaria desde hace ya más de 20 años y, por tanto, soy responsable desde esa posición del punto al que hemos llegado.
Diría que una primera escala la constituye la propia universidad como institución. Más allá de si es pública o privada, lo cierto es que por tamaño y extensión la universidad opera siempre en el escenario de lo público. Si hablamos de ella como institución -y no hacemos lo mismo con una tienda de zapatos, por ejemplo- es que a ella le suponemos una cierta capacidad de instituir realidades alternativas deseables. Sin embargo, durante los recientes aconteceres en las calles de Chile me ha sorprendido y decepcionado sobremanera el silencio sepulcral y casi unánime de las universidades. ¿A qué se debe este silencio?, ¿o se trata más bien de una incapacidad?
Vivimos unos momentos en que cualquier persona es capaz de salir a la calle y provocarnos con una frase sencilla y sin pretensiones, del tipo “paco culiao, cafiche del estado”, en torno a la cual rápidamente se genera una pequeña o gran comunidad de personas que adhieren al mensaje y que por unos instantes canta o grita unida a una reivindicación común que representa a muchxs. Y, sorprendentemente, ni siquiera este es un privilegio de los humanos. El quiltro Negro Matapaco ha conseguido mostrar también una gran capacidad de agencia al constituirse, desde su realidad particular, en una voz autorizada capaz también de generar adhesiones y flujos creativos que han capturado su ser y estar en estas protestas contra el gobierno del estado chileno. Pues bien, en estos momentos en los que hasta un perro es capaz de desplegarse con voz propia, la universidad se muestra incapaz de ofrecer una voz que articule un sentir específico, que organice un mensaje particular y diferencial desde su radical estar en el mundo. Con este silencio la universidad, simplemente, calla y otorga.
Sin querer hacer un análisis exhaustivo de las razones de este silencio, sí quiero destacar dos aspectos particulares para interpretarlo. Por un lado, creo que confirma la conversión progresiva de la universidad en una simple proveedora de servicios previamente negociados por otros. Ni tan siquiera por los usuarios finales. En este sentido se la estaría asimilando a los servicios prestados por una tienda de pan. ¿Hace falta pan? Toma, yo te lo doy. ¿Hacen falta titulados? Toma, yo te los doy. Pero aquí aparece una cuestión problemática, ya que con servicios sencillos y facilmente ajustables como los zapatos o el pan, es el usuario final el que decide en qué medida hacen falta estos recursos mediante sus decisiones de consumo, y el sistema se ajusta rápidamente sin causar grandes daños. Hay mecanismos de autorregulación que pueden funcionar sin demasiados controles. Pero no sucede así con la universidad, donde las familias envían allá a sus hijxs porque otrxs han decidido y han construido la ficción de que solo así hay un futuro posible a la vuelta de la esquina. Y lo cierto es que ese futuro no está garantizado, no tiene una base cierta, al menos en el Chile de hoy. Pero es que además esto supone ignorar lo que sucede “al interior” de estos largos años en que los estudiantes están y aprenden a ser en la universidad, y que poco o nada tiene que ver con esta reducción a mera proveedora de servicios finales.
La sociedad del conocimiento con que nos denominamos significa precisamente esto, que el conocimiento ha sido identificado con el capital y manejado como si de capital en exclusiva se tratase, agitando la oferta y la demanda de manera interesada. Solo somos y valemos en tanto que producimos capital, que capitalizamos a los seres humanos y no humanos. Estamos en unos momentos en los que “tanto sabes, tanto vales”. También le podemos llamar meritocracia. La utilización del crédito como medida del conocimiento universitario habla también de la traslación de los términos y políticas financieras al ámbito de la adquisición de conocimientos.
Pero no podemos olvidar, insisto, que la universidad es también un lugar privilegiado para la producción de subjetividades y de aprendizajes ciudadanos. Por su duración en el tiempo y por los peculiares modos de estar que ofrece, no podemos reducir la potencia del tránsito universitario a la producción de un valor económico fijado fuera. La universidad tiene un interior que produce diferencias capaces, si se quiere, de instituir realidades otras. Y esto es precisamente lo que el neoliberalismo está desactivando. La universidad tiene su propia capacidad de agencia y la responsabilidad de hacerse sus propias preguntas sobre el mundo presente. O así debiera ser. Creo que por eso son lxs estudiantes los que protagonizan la escena política en las revueltas políticas de los últimos veinte años en Chile. Son ellxs lxs que se sienten partícipes de un tránsito importante, de un momento formativo que reconocen como significativo en sus trayectorias personales.
Pero, ¿y la universidad?, ¿porqué no se manifiesta? Obviamente hay mucho que callar y mucho que perder. Cualquier corporación que piense en la universidad como un nicho de mercado puede dedicarse a lanzar egresadxs sin pararse a pensar en mayores consideraciones. Además, los modos de financiarse de la universidad a partir de las ficciones arrojadas sobre las espaldas de los estudiantes y sobre la economía del país hace que estas revueltas pongan en riesgo no el futuro de la institución universitaria, sino de algunos de los privilegios con que el neoliberalismo ha construido la red universitaria chilena.
Por otro lado, no debemos olvidar que el sistema neoliberal no es un devenir casual, no es un accidente. Hablamos de un sistema que se piensa y diseña en el seno de la universidad y a partir, precisamente, de unos modos de producir realidad, unas epistemologías cuya desatención a la diversidad del mundo o sus modos patriarcales también produce monstruos como el neoliberalismo. Milton Friedman obtuvo el premio Nobel precisamente por perfeccionar unos modos de estar en el mundo de los que ahora nos lamentamos por sus consecuencias funestas. Y lo hizo desde la Escuela de Chicago, en el corazón del país con mayores afanes imperialistas de nuestra época. Es interesante hacer notar que el neoliberalismo como sistema está funcionando casi a la perfección aquí en Chile, no hay ningún problema con esto. Lo que ha fallado son las previsiones del modelo, la previsión de sus alcances. Son sus promesas de equidad las que no se han cumplido Y es por esto que no podemos olvidar que este modelo arranca de la universidad en su calidad de institución dedicada, supuestamente, a prevenir que este tipo de problemas que ahora vivimos sucedan. Un modelo que dio por sentados unos resultados para todxs, un modelo cuyos efectos secundarios no se quisieron prever. Creo que el silencio de la universidad obedece en parte a un cierto sentido de la culpabilidad, a un reconocer la fragilidad sistémica de sus modos de operar en este primer interior institucional donde sin duda se ensayan formas de gobernanza y de vecindad. Y como universitarixs nos cuesta reconocer esto, y por ello es nuestra principal tarea como profesorxs abrir esta cuestión a nuestro propio cuerpo institucional.
Tampoco olvidemos que el neoliberalismo en Chile fue diseñado en una universidad concreta, la Universidad Católica de Santiago, desde sus más altas instancias y desde sus más prestigiosos profesores. No podemos dejar de pensar en los Chicago Boys o en el asesinato de Letelier. Escuela de Chicago y Universidad Católica. No sé si somos conscientes de las implicaciones de las instituciones en estos sucesos históricos. No es cuestión solo de Pinochet. Esto sería demasiado fácil. ¿Por qué seguimos hablando de la Universidad Católica como una gran y prestigiosa universidad, sin visitar antes, siquiera por un instante, estos episodios tan poco reconfortantes? Bueno, todos estamos ahí, solo digo que esta cuestión hay que discutirla en el propio seno de la universidad, porque este tipo de participaciones se dan continuamente ante la aparición de disrupciones que abren nuevas alternativas históricas como el auge de las reivindicaciones feministas, el crecimiento de la precariedad laboral, el persistente racismo y, en estos momentos, el estallido social. Disponemos de un interior para hacerlo. Y poder auspiciarlo no por la presión de los estudiantes, sino desde la voluntad de la propia institución para reconocer sus limitaciones y la necesidad constante de repensar nuestra responsabilidad y nuestros alcances.
Por lo tanto, de este primer interior y escala que es la universidad como tejido, destaco estas dos cosas, su progresiva e interesada reducción a mera proveedora de servicios y la fragilidad de sus epistemologías y metodologías para relacionarse con el mundo en que vivimos desde parámetros como la justicia o la equidad, entre nosotros los seres humanos y con todas las entidades que pueblan el planeta Tierra.
Un segundo interior a partir del cual repensar nuestro posible papel en estos acontecimientos lo constituyen los programas docentes. Creo que estaríamos de acuerdo en que las revueltas impulsadas por lxs estudiantes no se producen como consecuencia de los aprendizajes volcados ni de los contenidos de nuestras mallas curriculares, sino por la comunidad sintiente que forman. Y eso nos lleva a esta segunda cuestión de la que quería hablar, el tema de los contenidos. Creo que se les atribuye a los programas una necesariedad y, sobre todo, una infalibilidad que es interesada y muy alejada de lo que comunmente llamamos realidad. Creo que desde esta supuesta condición ideal se camufla el desinterés de la institución universitaria por pensarnos a lxs profesorxes en nuestra dimensión ciudadana. Es sorprendente vernos por un lado marchar a diario comprometidxs con el presente, y sin embargo defendiendo unos programas docentes que nada tienen que ver con lo que está pasando en las calles. Nos han silenciado bajo el pretexto de un nunca verificado cumplimiento de unos fines abstractos, necesarios e infalibles. Y podríamos volver a los Chicago Boys, pero me quedo en algo más cercano. Voy a poner como ejemplo el papel de las asignaturas técnicas, por no hablar de las asignaturas de taller, cuyas implicaciones políticas son aparentemente mucho más evidentes. Pero así me aproximo a los lamentos de algunxs profesorxs de las asignaturas técnicas. ¿Qué puedo hacer yo, como profesor de estructuras, frente a lo que está pasando?
Veamos. Como arquitecto, yo salgo a pasear y observo los bloques de viviendas “normales” y las torres densas e infinitas de Concón, por ejemplo. Para mí se trata de seres amigables en el sentido de que los entiendo en su funcionamiento estructural. Me han enseñado, desde las disciplinas técnicas, a entender su comportamiento estructural, a anticipar sus fallos y a valorar sus logros. Aunque pueda detestar los excesos inmobiliarios, estoy enseñado a valorarlos como entidades que están ahí, con nosotros. Puedo cuestionar sus estéticas o puedo disentir de sus criterios constructivos, pero sé hablar de ellos. Sin embargo, cuando voy por los cerros de Valparaíso me asombro ante la presencia desordenada de unas entidades que no soy capaz de entender cómo se sostienen, cómo han aparecido, a qué oculto plan obedecen. No tengo criterios de valor ni puedo relacionarme con ellas desde mi disciplina, la arquitectura. No sé cómo se planificaron ni en que momento desaparecerán. Mi empatía hacia ellas viene de otro lado. Hoy en día ponemos en valor ciertos atributos de esta informalidad, pero lo cierto es que para mí son seres extraños estas viviendas. Ciertamente, son alienígenas y en cierta medida me asustan. Y quizás esto sucede porque en mi universidad me enseñaron a relacionarme desde las asignaturas de estructuras con los bloques y los edificios corporativos y no con esas viviendas. Simplemente eran vistas como errores del sistema, ajenas a toda planificación inmersa en las industrias del capital “civilizado”. No sé interpretarlas, solo eso. Creo que, en este caso, unos ramos supuestamente tan neutros como las estructuras podrían alinearse con lo que está pasando simplemente desplazando su foco de unas realidades a otras, sin alterar apenas los contenidos. Y no es solo cuestión del tema, estos posibles desplazamientos nos alertan también sobre las economías, las temporalidades o los efectos de la arquitectura como procesos permanentes de estar ahí y llegar a ser otra cosa. También nos pueden mostraer el papel que juega el arquitectx, las soberanías que establece o los sistemas de poder que promueve.
Se trataría tan solo de entender la dimensión política de nuestro papel como profesorxs, cada unx desde nuestras respectivas asignaturas. Del sesgo formativo que detentamos, queramos o no. Y de la responsabilidad que tenemos de establecer vínculos con lo que está pasando fuera de una manera más real, constatable y comprometida. Claro que todo lo que se ve en un aula tiene que ver con la realidad, pero podríamos convenir que hay cosas más pertinentes, urgentes y necesarias que otras. Hay elecciones que nos competen. Hay temas que ciertamente dan continuidad al núcleo duro de cada una de nuestras disciplinas, en nuestro caso por ejemplo la luz y el espacio, tan obsoletos ellos, pero también es cierto que sobre todo dan continuidad a una serie de privilegios adquiridos con los que no queremos enfrentarnos por miedo a perderlos. Y hay todavía miedo de entendernos también como productores de contenidos, como responsables de nuestras propias preguntas. Debemos reclamar esta responsabilidad y disfrutar de ella e invitar a lxs estudiantes a disfrutar con nosotros de estos riesgos que nuestros programas docentes pueden tomar.
Y en ese cuestionar la pertinencia de los programas recupero también la idea no tanto de la universidad o los programas como sendas interioridades donde ocurren cosas que se organizan en políticas precisas, sino también la idea de que nuestro mero estar en el aula viene mediada por un conjunto de políticas que organizan la relación entre profesorxs y estudiantes, entre estudiantes y disciplina, entre estudiantes y lo que admitimos como formas de conocimiento. Este sería, para mí, la tercera escala o tercer interior que repensar para un mejor estar juntxs en la universidad y desde la universidad. Ese potencial creativo del aula como interior también debiera interpelarnos porque es en esa especial convivencia donde la universidad maximiza su potencial como fábrica de subjetividades. Términos como pedagogías desobedientes o pedagogías críticas, aluden precisamente a esta dimensión fundante de un estar juntos donde se ensayan por ejemplos formas de complacencia o de disidencia, formas de autoridad o de resistencia, formas productivas o reproductivas de conocimiento. No olvidemos que nuestra preocupación sobre la pedagogía de la arquitectura no tiene que ver con cómo maximizar los efectos de nuestra enseñanza en términos de eficacia maquínica, sino precisamente con cómo mejorar el caudal político e instituyente de lo que enseñamos y de lo que puede ser aprendido por medio de la experiencia, que lo es, de nuestro mutuo convivir en el aula. Esta cuestión del aula ha sido, afortunadamente, muy tratada y experimentada en muchos lugares del mundo, aunque demasiado a menudo solo ha dado lugar a experimentos sin demasiada duración o a debates críticos sin su correlato en transformaciones duraderas. En este sentido, diría que quizás el aula no es un lugar especialmente idóneo para el aprendizaje, sino un lugar especialmente diseñado para la reproducción de lo uno y de lo mismo. De ahí también la necesidad de resistir desde su radical acontecer, desde sus materialidades y sus tiempos, desde su mero estar ahí cotidiano.
Y con esto acabo. Con estas palabras estoy proponiendo abordar cada una de nuestras prácticas universitarias como oportunidades de resistencia, considerar los procesos formativos de la arquitectura como un activismo orientado a la producción de nuevos mundos y sujetos. He planteado primeramente la oportunidad de especular sobre la dimensión fundante de la propia institución como entidad capaz de hacerse sus propias preguntas. A pesar de las dificultades, la universidad sigue siendo un ecosistema privilegiado cuya estabilidad nos permite ensayar nuevas formas de democracia y de convivencia, probablemente menos jerarquizada y patriarcal. Posteriormente, he planteado la cuestión de los contenidos y programas como un ámbito para reconectar nuestros saberes con aquellos asuntos más urgentes por cuanto inexplorados. Para que las escuelas de arquitectura puedan actualizarse, parece necesario avanzar en la conexión de lo que se enseña con lo que nos preocupa y es percibido como importante no sólo para la comunidad académica. Finalmente, he apelado al aula como un lugar para ensayar e imaginar mejores futuros posibles. Su condición espacial blinda la intimidad de unos encuentros siempre inacabados, a la vez que convoca formas de resistencia y transgresión a la escala de los cuerpos y de los afectos.
Creo que desde estos tres silencios, tres escalas o tres interiores desprovistos de sentido progresivamente por el neoliberalismo encarnado en políticas concretas y cuerpos físicos diversos, se puede entender mejor este adormecimiento que se le suponía al pueblo chileno. Adormecimiento que sería también el resultado de unas políticas docentes que han intentado maximizar la eficacia económica y procedimental de los órganos formativos en detrimento del vaciamiento político y afectivo de todxs los que transitamos por sus tejidos y de la capacidad de estos órganos para instituir realidades alternativas a las que tenemos.
Y es desde estar reflexión que afirmo que hay mucho, muchísimo que podemos hacer para un mejor participar desde la universidad en estos estallidos, que no es solo uno o, como decía al principio, despertares que están aconteciendo en un “ahí fuera”, que en realidad es un “siempre dentro” que también actúa a modo de laboratorio donde ensayar formas alternativas y por supuesto conflictivas de sociabilidad. De ahí su radical dignidad y el radical respeto que se merecen, que nos merecemos todxs cuando marchamos.
Solo así merecerá la pena decir en público que estamos o hemos estado en la universidad.